Aquel domingo mi hermano y su esposa salen de la casa alrededor de las 10:00 a.m.; están bastante ansiosos pues creen que ya este día ha de nacer su primogénita. Quince días atrás regresaron a casa algo desmotivados, pues en aquella ocasión en la clínica decidieron detener las contracciones, aún sabiendo que la madre había superado un 30% de dilatación, por lo tanto un 30% de trabajo de parto perdido, pero todo por el bien de la bebita, quien estaba "baja de peso y tamaño" aún con sus 38 semanas de gestación.
Aquel domingo en casa todos esperaban con gran ansiedad la llamada que confirmase que por fin la primera hija, la primera sobrina, la primera nieta de esta parte de la familia ya estaba en camino o mejor aún, ya había llegado.
Aquel domingo la noticia esperada durante varias horas generaba tensión, tensión que no dejaba lugar a la concentración en las tareas cotidianas. En casa, la madre que esperaba estrenarse como abuela terminaba de hacer su rutina de domingo corriendo cada vez que sonaba el teléfono, llamadas insulsas que sólo ocupaban la línea incrementando cada vez más la carga de ansiedad.
-¿Será que nos vamos de una vez y les bajamos las cositas?
-No Mamá, mejor esperamos a que nos llamen a confirmar.
Aquel domingo a las 5:40 p.m. suena el teléfono, la hermana menor corre con una sonrisa en su cara esperando que por fin esta sea la llamada tan esperada, toda la familia reunida en torno al teléfono, la cara sonriente de la hermana menor se transforma en una cara incrédula, el teléfono cae y la hermana menor llora, al otro lado de la linea sólo se escuchan los llantos tratando de acallarse para poder dar a la familia la noticia: ...la bebé murió antes de nacer!!!
En ese momento nadie en la familia sabe que ha pasado, la alegría se ha transformado en desconcierto y luego en profunda tristeza. Aquel domingo en aquella casa la muerte se adelantó a la vida...
Paradójicamente el resultado de la autopsia revela que la bebé estaba en óptimas condiciones, esto se ve coloreado con los comentarios de los médicos quienes afirmaron que la muerte se debía a "hipoxia por torsión del cordón umbilical", lo que se traduce en un descuido profesional, en una estadística de mortalidad perinatal; este dato no alivia el intenso dolor de los padres y familiares, la muerte de su primogénita no se eufemiza con una estadística ni con la contribución al aprendizaje para unos cuantos practicantes.
Varios meses después, en la misma casa, la familia ha tratado de sobreponerse a la pérdida y están alcanzando de nuevo una cierta estabilidad emocional, los problemas cotidianos regresan: el trabajo, el afán de pagar las cuentas, la academia, la dedicación de todos a sus actividades.
El patriarca de la familia, el Padre de todos, se encuentra convaleciente de una cirugía de transplante de córnea. Todos están en función de velar por el cuidado del Abuelo. Le acompañan y de alguna manera le procuran un ambiente familiar, extraño en esta casa que permaneció tantos años en silencio, como una manera de repudiarle o de manifestarle inconformidad por su manera de ser y de estar en el mundo.
Con los días la mejoría se ve y el Abuelo en sus comentarios se ve feliz y ve feliz por fin, después de varios años de visión grisácea y un par de intentos fallidos de corregirla. Ocasionalmente en las noches su sueño tranquilo se ve interrumpido por una leve tos, que, ante los ojos de los demás no es preocupante; todos pensamos que era parte de su proceso de envejecimiento, pero como él acababa de pasar por una cirugía satisfactoria, no se vió mayor problema.
Ese noviembre el Abuelo recién cumplía 87 años de buena vida.
Esta vez fue un sábado. Por fortuna, la llamada que anuncia la situación la recibe la hija más querida por el patriarca, la misma que un par de meses atrás tuvo que aplazar su sueño de ser abuela. Al atender, una voz al otro lado le avisa que el Abuelo acaba de sufrir un desmayo, justo antes de llegar a tomarse un tinto con sus amigos, como lo acostumbraba todas las tardes. La Hija llega a recoger al Abuelo, encontrando a su alrededor caras de confusión y preocupación. Entre varias personas le levantan y le llevan a casa, casi inconsciente. Minutos más tarde llega la ambulancia, médicos en casa diagnostican que el patriarca está sufriendo un pre infarto, por lo tanto, hospital de inmediato.
Ese domingo transcurre con relativa calma, la familia se reúne en el hospital en torno del primero, del mayor de la familia; hijos, nietos y bisnietos se reencuentran como siempre que hay un evento especial en la familia, llámese matrimonio, nacimiento, enfermedad o, como en días pasados, muerte.
El lunes ya en la noche, la hija más querida por el Abuelo (quien hace el papel de mi Madre) tiene cierto temor de bajar sola a la casa de éste, por lo que me pide el favor de acompañarla. Cuando entramos a la casa del Abuelo, ambos sentimos un frío mas exagerado de lo habitual. En silencio elegimos la ropa que se pondrá el Abuelo al siguiente día para la revisión de su cornea recién transplantada. Antes de cerrar la puerta de la casa del más grande, la hija más querida por éste me hace un comentario:
-Tengo miedo...
-Eso debe ser el frío Mamá, no te preocupés... vamos!
Al día siguiente, a las 9:45 a.m. suena el teléfono de la casa, alterando mi sueño e indicando que se me estaba pasando el tiempo. Cuando contesto escucho al otro lado la voz triste de la hija más querida por el primero, quien en medio de sollozos me dice que el Abuelo acaba de fallecer...
-Hijo, llame a su tía y véngase para acá por favor que estoy sola.
Cuando llego al hospital, en medio del caos de emociones y pensamientos que me invadían, me percato de un elemento que siempre he detestado pero que siempre he sentido muy cercano, es precisamente la atmósfera aséptica, el olor a alcohol que impregna todos los rincones de las casas de salud. Este es el elemento que me hace darme cuenta de que en mi familia la palabra enfermedad se ha visto perfumada por un olor a alcohol y medicamentos, razón por la que todos en esta familia hemos sido reacios a sentirnos enfermos y hasta hemos negado este estado, enfrentándonos a la enfermedad sólo cuando es absoluta y estrictamente necesario. En esta casa, enfermedad y muerte eran sólo unas conocidas que de vez en mes visitaban a nuestros vecinos, difícil enfrentarse a esto cuando creces con la idea de que "nada pasa".
El olor a hospital me desagrada, pero sólo me percato de que me desagrada cuando perfuma mi enfermedad o la de los míos, ahora son mis muertos los que están impregnados de esa fragancia tan exageradamente limpia que ahoga. Este olor a "sanidad", que me acompañó tantas noches de urgencias y de hospitalización por mis ataques de asma en la infancia, es quizás el encargado de marcarme de por vida, definiendo mi morbosa curiosidad hacia lo enfermo, lo pútrido, lo sanguinolento, perfumando mis actividades, mi carrera, mis días, aroma de goce.
Este olor se combina con el olor de mi Abuelo, dándome esa prueba de realidad que estaba reclamando. Veo el cuerpo de mi Abuelo, aún tibio, con le evidencia de su lucha por la vida plasmada en su cara con un leve tinte azul violáceo. Murió el Primero de mi casa, lejos de su casa, lejos de sus seres queridos, lejos de su vida, pero en brazos de quien más quería en su vida: su hija, mi Madre. Muerte temida, muerte imprevista, muerte sin casa, muerte sin despedidas en vida.
En algún momento quise que ese olor a alcohol antiséptico, cambiara por el olor anisado que alguna vez acompañó a mi Abuelo en vida, años atrás cuando fue un alcohólico y tenía que ir a recogerlo con mi Abuela a cualquier esquina del barrio; por un momento la negación se hizo presente y deseé que el Primero estuviera vivo, tal vez porque algo me decía que de ésta forma mi familia seguiría "unida" y no se desatarían los demonios que tuvimos ocultos durante tantos años. Pero la realidad estaba allí, dándome una bofetada y regresándome a la tierra, dándome a comer tan gustosamente las mierda que había rumiado casi todos los días de mi vida y que tantos temores me había regalado.
Con la muerte del Primero, la "unión familiar" se vino a pique. Con su muerte murió la hipocresía y los verdaderos rostros de la familia desfilaron esa noche alrededor del féretro: la cara incrédula que niega la situación, la cara apática que se encuentra con la cara incrédula, la cara cubierta con honestas lágrimas de dolor, la cara piadosa aunque lejana que reza con cierto automatismo porque "hay que ayudar a las ánimas a encontrar su eterno reposo", la cara con rabia de notar tantas caras de interés presintiendo el final de una serie de encuentros postizos, casi artificiales, la cara ansiosa que no deja de fumar para tranquilizarse un poco, la cara de sueño que siente que estará mejor debajo de un par de cobijas y no atendiendo un protocolo más, en fin, caras que tenían cierta sincronicidad al tratar de disfrazar la ansiedad o el interés de saber si en realidad quien se iba dejaba una fortuna guardada en alguna parte. Caras que bien o mal, se encargaban de recordarme que tenían alguna clase de vínculo con el difunto.
Tratando de comprender mi rabia ante esta muerte, en el fondo, luego del dolor y de todo lo que pude haber observado esa noche, ahora entiendo que cada quien elabora su duelo de una forma particular; cada miembro de la familia echará de menos o se sentirá liberado a su manera.
Al día siguiente, un par de horas después del entierro del Abuelo, me he despedido de la que era mi familia, creo que esta vez es para siempre (y hoy, cuatro años después me doy cuenta de que muchos murieron esa noche).
Los demonios a los que tanto les temí vuelan con libertad por la casa del Primero, pero ya no escucho su grito para acallarlos como antes. Se fue el anciano molesto... se fue el que fue un Padre para mi... se fue el ebrio que me avergonzaba años atrás... se fue la persona frágil y temerosa que en el principio tenía que ignorar por orden de la Abuela, pero que el en fin de sus días pude conocer, admirar y amar... se fue ese soplo de vida que tanta alegría sintió al poder ver sus últimos días con los colores de los primeros... se fue el alcahuete que me regalaba cigarrillos endulzados con un regaño...
-Deje esa fumadera mijo, ¿no ve que eso da cancer?
-Fresco Pito!!! hagale que yo lo dejo en estos días... Gracias!!! (llevo cuatro años tratando de dejar de fumar y a cada rato me acuerdo de esa rutina, si veo a un anciano vendiendo cigarrillos, recuerdo a mi Abuelo y deseo fumar... gestalt inconclusa...)
En menos de seis meses una familia se ha desintegrado, se fue la que nunca alcanzó a llegar y se fue el que siempre estuvo, aunque tratara de ignorarlo muchas veces, se fue la hija más querida por el Abuelo, llevando consigo el dolor del señalamiento y el escarnio de los hermanos menos queridos o tal vez, menos dignos del amor del Padre.
Con su partida, el Primero dejó abierta esa caja de Pandora que marcó con nuestros apellidos, gracias al fin de su existencia, por fin los odios pueden correr libremente por la casa paterna y como yo los he conocido a todos, pues me fui sin decir adiós, dejando en esa casa enterrado el recuerdo de un pasado impreciso, pero feliz por momentos, mi niñez, mi tristeza, mi asma quedaron en encerrados en la casa del Abuelo, acompañados por el viento frío del patio, la humedad de los rincones y tanta fantasía que me ayudó a compensar la incongruencia de lo que comprendí era mi familia.
En esta familia todos fuimos educados con la filosofía de "aguantar", hermosa herencia impuesta por la religión, bajo la promesa de un mundo mejor en otra vida, a costa del dolor y sufrimiento de esta existencia. Enfermedad y muerte suavizan su inminencia a través de un cálido rosario antes de misa de seis. Enfermedad y muerte han sido invitadas especiales en esta temporada. Primero muerte, muerte súbita, muerte espontánea que no se hizo notar cuando llegó, muerte que reclamó la vida más frágil, sin llegar a darle una oportunidad a la vida, o quizás premiando la vida con una cómoda estadía intrauterina, sin la necesidad de un grito pasmoso que le obligue espasmódicamente a quedarse en este plano.
Luego muerte por enfermedad, enfermedad que siempre había rondado, que se asomó por la ventana para ver si podía ser invitada, muerte que acechaba en el camino y que logró asirse al más grande de la familia, tomándolo por la espalda sin darle la opción de una despedida. Muerte que trajo en su paquete, en palabras de Alizade: "una experiencia de brusca y sorpresiva ruptura".
Al relatar este par de historias he tratado de reflexionar sobre un asunto como el duelo, haciéndose presente el dolor, lo que ha hecho de esta una tarea difícil, difícil en el sentido de tratar de verbalizar una serie de sensaciones que ni para mi, ni para nadie alcanzan a ser de total agrado, pero que necesariamente alguna vez en la vida se deben sentir. Difícil porque la debilidad del ser humano se convierte en esclava del principio del placer, placer de sentirnos bien y de aceptar en esta medida sólo aquello que nos agrade; placer que juega con nuestras mentes y que nos imprime pequeñas dosis de dolor, enmascarándolas en el goce, desdibujando nuestras realidades y golpeándonos ocasionalmente con la brutalidad de lo inevitable.
Considero el dolor de la muerte como un dolor necesario, dolor desde la muerte ajena que nos ayuda a reflexionar sobre la muerte propia, dolor que es oportunidad de pensar y de pensarnos como lo que somos en realidad: entes efímeros que no podemos trascender lo corpóreo, aunque a veces pretendamos que si.
Es sabido que la muerte es tomada como una herida narcisista. El hecho de no poder aceptar una existencia sin un "mí", activa con toda su potencia todos los mecanismos defensivos que podamos imaginar. sin embargo, la muerte está más allá de todo aquello que abarque la dimensión de la imaginación humana. Como seres humanos podremos imaginar, más no podemos sentir en la experiencia vivida de nadie, mucho menos en la experiencia de muerte, por esto especulamos sin cesar. La muerte, ajena o propia, permanece silenciosa y perceptiblemente invisible, lejanamente representable, amenazante cuando la sentimos cerca; aún así, cuando pensamos en nuestra propia muerte preferimos la opción de un proceso breve y ojalá indoloro, con la idea de que será mucho mejor tanto para nosotros como para quienes nos rodean.
Esta idea de muerte es frecuentemente asociada a la idea de deterioro y el respectivo sufrimiento que le puede anteceder; este temor genera creencias que a su vez devienen en prejuicios subyacentes, que sustentan actitudes de ocultamiento, distanciamiento y hasta rechazo.
Más que la muerte, a muchas personas les preocupa el sufrimiento del proceso terminal durante los últimos meses, semanas o días de vida, en especial cuando se ha tenido la experiencia de muertes de familiares o conocidos con estas características de sufrimiento y deterioro. Ante estas experiencias de vulnerabilidad corporal se manifiesta que: "enfermedades, accidentes imprevistos, disfunciones, envejecimiento, anudan una trama de marcas que escriben sobre la carne un discurso difícil de asimilar" como lo afirma Alizade.
Ante esta clase de temores hemos visto como se ha llegado a desarrollar una especie de pacto con la muerte, en el cual los médicos desempeñan muchas veces un rol activo para ponerle fin a la vida de un paciente, aún a veces, sin el consentimiento del mismo, con miras a disminuir la carga de ansiedad generada por ideas como estas, esta práctica, conocida por nosotros por el nombre de Eutanasia, es hoy en día motivo de discusión no sólo desde el área de la Salud, sino desde estamentos como la Política o el Clero y en general, cualquier manifestación del poder que se sienta aludida.
Pero a pesar de todos los imaginarios que se generen, lo implacable de la muerte sigue siendo suavizado por lo sublime de la vida, la muerte continúa siendo silenciada en el discurso y aún hoy en día vemos como puede ser tratada más por la Filosofía, la Religión y el Arte, que por otras estancias como la Psicología o la Medicina. Este comportamiento de algún modo "normal" para nuestra cultura occidental, es permeado por el paradigma de lo inmortal o imperecedero, paradigma alimentado por una sociedad de consumo, sociedad alienada donde impera la idea de una eterna juventud que bloquea la aceptación del paso del tiempo, que para este caso, equivale a decir la negación de la vida misma.
Estamos irremediablemente sesgados por una sociedad alienante que impone cánones cada vez más exigentes a veces tan altos, que la persona no tiene y no desarrolla una capacidad de asimilarlos. Asistimos a un bombardeo permanente de imágenes acompañadas de palabras comando, instándonos a transformar el cuerpo en objeto de un culto que raya en lo obsesivo. Ser bellos, exitosos y siempre jóvenes es casi el mandato de nuestra vida cotidiana, es aquí donde no se permiten las palabras, deterioro, vejez o enfermedad. El ideal de perfección estética ha desplazado drásticamente a otros valores. Todo esto tiene su lógica, los adelantos de la ciencia y la tecnología posibilitan el aumento de la esperanza de vida, por lo tanto, aplazan o por lo menos nos distraen del dolor del momento de la muerte.
Sin embargo, por mucho que se intente aplazar este momento, la muerte nos llegará en algún momento, por lo que considero que al igual que en algunas culturas antiguas como la Egipcia, la Griega, Los Celtas o algunas Precolombinas, la muerte debe ser integrada al ciclo de la vida como un hecho natural, lo que no implica despojarse tajantemente de los miedos e interrogantes que el hombre ha procurado responderse desde sus inicios.
Por el contrario, tenerlos presentes en nuestra cotidianidad, tal vez regresar algunos siglos atrás cuando la muerte amaestrada estaba en boga; aprender a ver el cuerpo como un aliado, entender que enfermedad, dolor y deterioro hacen parte de la vida misma, no enfrentarlos con temor y por el contrario, asumirlos con altura, aceptar con la frente en alto que los años pasan y a veces pasan sobre nosotros, aprender a despedirnos y a no aferrarnos a la materialidad de la vida sino disfrutar plenamente el breve momento en que la tenemos y colmarla de sentido para hacerla VIDA de manera verdadera.
En honor a mi Abuelo Pedro y mi sobrina Sara, que me enseñaron a paladear el agridulce sabor de la muerte y me advirtieron de la vida-muerta que llevaba hasta esos días.