Allegro ma non tropo
La historia del pensamiento moderno está íntimamente ligada al
dualismo mente-cuerpo. Desde la Grecia clásica hasta nuestros días, esta
división se ha perpetuado (de manera latente en la actualidad) en las distintas
ramas del conocimiento; en la filosofía, en las ciencias objetivas o “exactas”
y, más aún, en las ciencias sociales o hermenéuticas.
La mente, por su parte, ha sido
considerada generalmente, como lo racional; y esta mirada dirigida hacia una única dimensión de la mente, ha
desembocado en la negación de lo no racional, en la proscripción de lo
emocional, de lo pasional. Para Descartes, por ejemplo, la única manera de
llegar a la verdad era su método deductivo y racional basado en las
matemáticas. Galileo, en cambio, concedía mayor valor a la experiencia, tratando
a la realidad como juez sobre la razón (sobre la deducción) y no como una
maquinación de los sentidos. La aceptación que obtuvo el método racional (el cartesiano, principalmente) entre la
comunidad culta europea se transportó a través del tiempo, a través de la
modernidad, y dio como resultado la creencia en el máximo poder de la razón:
aún las Verdades a las que sólo es posible llegar por medio de un pensamiento
no racional (ya sea Místico, Artístico, Mágico, Religioso, etc.) pueden ser
encontradas por medio del uso de la sola razón.
A partir de estas ideas –latentes o
manifiestas-, la ciencia moderna
llegó al positivismo. ¡La más paroxística forma de negación de la
pluridimensionalidad del alma…! Se cree, entonces, que sólo hay Verdad en lo
concreto; en lo comprobable y en lo cuantificable. Como era de esperarse, las ciencias humanas fueron inundándose desesperadamente
de positivismo, y adquirieron un obcecado interés por pertenecer a este
paradigma, por ser acreditadas como Ciencias (comprobables, cuantificables,
verificables). En la psicología, el fenómeno se llamó conductismo. El
conductismo tenía una mirada reduccionista del hombre y éste era definible
desde su conducta definida principalmente por reacciones conductuales a
estímulos. Las ciencias sociales
(principalmente, las ciencias del espíritu-alma, como la psicología, la psiquiatría,
incluido, además, el psicoanálisis)
pecaron aquí por omisión, por amnesia; por ceguera obnubilada ante la luz de la razón. Se olvidaron, mejor, no
se dieron cuenta de que su objeto de estudio no era algo estático o cognoscible
únicamente desde sus características, de que su objeto de estudio no era tan solo un objeto, sino un sujeto, la relación entre sujetos, o la relación
entre ésta última y el ambiente, la naturaleza.
Pero como la “verdad” se “alcanza” sólo
desde el discurso positivista, objetivo y metódico; y como se venían negando
las otras dimensiones humanas comprensibles desde planos distintos al de la razón, se hacía necesario olvidar y
condenar a la falsedad aquello Subjetivo, Imaginario, Mítico o Místico que, si bien
tiene una lógica distinta a la
racional, también era condenada, en el mejor de los casos, a la charlatanería.
Paralelo a este relato, luego de la
ilustración viene la revolución industrial que aprovecha el derecho divino otorgado por una idea
de dios al primer hombre de la tierra: el derecho a dominar la naturaleza para
sacarle beneficio sin importar las consecuencias. El afán de entonces era
producir a costa de lo que fuera, incluso de la naturaleza o de la propia vida.
La propaganda que se hizo al “progreso”
generó grandes cinturones de miseria alrededor de las ciudades europeas y
norteamericanas, ya que impulsó desplazamientos masivos de campesinos en busca
de mejor vida. Todo para ser incorporados a la máquina gigante, la ciudad
industrializada; para dejar de ser gente y volverse herramientas útiles que por
el hecho de ser esclavos voluntarios
pierden, aún hoy, todo valor personal, todo tipo de dignidad quedando rebajados
a la única condición de objetos. Ante esto aparecieron, desde la literatura,
fuertes reacciones como las de Tolkien y Blake, quienes no de una manera
bucólica, escribían sobre aquellas tierras que ya habían sido olvidadas,
aquellos seres que habían sido dejados de nombrar, historias que pertenecían al
universo mítico de la Europa original, la Europa precristiana, mágica, aquella
que había sido tantas veces perseguida por una iglesia racionalista (aunque sin
enumerar las tantas veces que adulteró con ella según el territorio que
pretendía evangelizar, ni las orgías
en las que violaron a nuestra querida niña América) para acabar con la herejía, con las fuerzas del demonio; fuerzas que en la pluma de
Tolkien se enfrentaban a la muerte espiritual de la industria.
Esta visión cerrada sobre el hombre dio
paso a lo que hoy podemos llamar obsesión por la eficacia. ¿Para qué hacer algo
que no sea económica y monetariamente productivo? Cuando se quiere una sociedad
dominada en toda su extensión, debe dominarse su conducta, para dominar su
conducta, lo mejor es lograr que los individuos que
se quiere dominar se sientan en las mismas condiciones y con las mismas
capacidades que los otros. Un método que coarte las capacidades imaginativas
del ser para ponerlas a trabajar a favor de la productividad deseada. Si se
quiere un mundo de Hüxley, “feliz”,
es más fácil producir una amnesia que haga olvidar la tristeza y no solo eso,
sino cualquier cosa que irrumpa con el tiempo de trabajo que, no por nada, es
oro. Esto es, hacer olvidar la esencia del ser, reducirla a una mínima
expresión. Reducirla a la productividad subordinada a una racionalidad en la
que no hay espacio ni tiempo para expresar la emoción, no hay posibilidad de
plenitud familiar ni social: solo es posible una subjetividad enferma, o más
bien, una “individualidad sana”.
Este olvido trajo graves consecuencias
que se manifiestan de manera agresiva en la sociedad actual. Fenómenos tan incomprensibles
como las oleadas de violencia en las ciudades, los miles y miles de casos de
adicción a las drogas, la miseria que hace pensar en Víctor Hugo como un
profeta. Fenómenos que nos hacen despertar para ver que no estamos en ningún
mundo feliz –ya no de Hüxley- como nos lo quieren hacer creer desde los
estudios de televisión ubicados en los tronos presidenciales, son ejemplos de
lo vivas que están esas fuerzas humanas, que por contenidas en la represa del
pensamiento occidental (mentalista, racionalista) tuvieron que desbordarse con
una fuerza impresionante y dolorosa.
El uso de drogas es tan antiguo como el
hombre. En China se ha utilizado la marihuana de forma medicinal para aliviar
dolencias del cuerpo y dolencias del alma. En occidente, el opio se utilizaba
para el tratamiento de molestias pulmonares o intestinales, y para la
modificación de ciertos estados de ánimo. Y sin embargo, en nuestra sociedad hay
un grave problema llamado drogadicción. Podría decirse que el mal no es la
sustancia sino el estilo de consumo; al destituir de esencia al acto, dejándolo
convertido no ya en un rito, sino en un afán de experiencias nuevas traído
precisamente, por el mismo afán de producir de manera eficaz. De ser competitivo. “El consumo de
psicoactivos en el contexto mágico-religioso, no representaba un problema
social. Por el contrario, el uso del vino, el yagé, la ayahuasca y la cannabis,
entre otros, hacen parte de una cosmogonía. Ahora bien, cuando este mundo de
experiencias se desnaturalizan, estas sustancias –que antes tenían nombres
propios- se transforman en “la droga”, en un objeto mercantil, operación en la
cual pierden su significado, e ingresan en la lógica del mercado.”
Para Darío Botero Uribe, filósofo
colombiano, la acción humana es el resultado de tres “facultades”:
racionalidad, imaginación y sensibilidad. “Llamo razón a la “facultad” o
aptitud de percibir signos lingüísticos, de interactuar comunicativamente, de
producir discursos con sentido y de construir un orden social en condiciones predeterminadas.”
Botero Uribe habla de lo no-racional como algo que aunque no es racional, no puede
ser llamado irracional. Dentro de esta categoría aparecen lo instintivo, lo
místico, lo empírico, el arte, el mito, el psicoanálisis, el cosmos... Según
Botero Uribe, esta no-razón puede ser pensada; contener una forma de
pensamiento. Un pensamiento no-racional que él llama pensamiento entitivo o
entitativo.
En este tipo de pensamiento
“no se trata de imponer una lógica al
objeto de conocimiento sino de aprehender las formas, los fenómenos en su
inmanencia, hasta donde sea posible. En el pensamiento racional se trata de
adecuar los objetos a la lógica filosófica o incluso a la lógica del lenguaje
semántico.”
Si miramos las formas de vida de los pueblos
antiguos, llamados “primitivos”, sus manifestaciones culturales, su manera de
comprender el mundo, desde nuestra heredada racionalidad
(que podría igualarse a cierto tipo de prejuiciosidad; especialmente si se
trata de un estudio científico positivista, o de un juicio cartesiano sobre
dichos pueblos); si
intentamos conocer las manifestaciones de esos pueblos a la luz de nuestra
racionalidad, de nuestra civilización, renunciamos a la hermenéutica del
sentido prístino de esa otra civilización. No es necesario ir muy lejos en el
tiempo para darnos cuenta del error que cometeríamos analizando a la luz de
nuestros propios prejuicios sociales y éticos la civilización india, china, o
las civilizaciones amerindias. Del mismo modo, si en nuestra propia civilización
nos limitamos a la dimensión puramente racional del hombre para comprender los
fenómenos de la misma, nos quedamos sin bases para explicar muchas de las
acciones humanas que no pueden ser atribuibles a las definiciones de
racionalidad o de razón. El crimen, las guerras, las pasiones, los gustos, el
enamoramiento, la moral (entendida como tradición y costumbre) son en muchos
casos, producto de lo no racional; mejor dicho, no puede decirse que sean
producto de la razón o únicamente de esta. Muchas veces se ha querido separar a
la razón y exaltarla como única guía de la conducta, negando y proscribiendo
otros tipos de pensamiento no racionales (el arte y el amor, por ejemplo; tantas
veces también proscritos), como con un deseo de dominar, de elegir, de juzgar.
La mejor forma de dominar es uniformando. El mejor uniforme es el pensamiento lógico
racional, puesto que rige y decanta la conducta hasta volverla menos
impredecible, más deseable (para el
administrador); crea normas implícitas que no pueden nombrarse; el solo hecho
de hacerlo sería una infracción a otras más explícitas, piénsese en los
trastornos obsesivo compulsivos, en los ejércitos, en los hospitales.
Como lo no perteneciente a la razón ha
sido negado, olvidado, satanizado, puesto por primitivo e indigno, se ha
convertido en blanco de persecuciones guiadas por los moralismos, los
prejuicios, las religiones, los estados y, por último, también, la psicopatología.
Si miramos bien el asunto, a través de la historia ha ido cambiando el nombre de
aquello perseguido y repudiado. Primero eran fuerzas demoníacas, ahora son trastornos
o enfermedades mentales; y como aquello que había sido negado se volvió
patológico se terminó por patologizar todo lo que tiene el mismo origen: la no
razón. Se hace evidente una posición moralista de la psicología: encontrar y
atacar lo “malo” desde lo “bueno”… Pero describir un fenómeno, no significa
comprenderlo.
Lévi-Strauss habló del pensamiento salvaje
como un pensamiento intemporal, que quiere captar el mundo como totalidad, a la
vez sincrónica y diacrónica; y el conocimiento que toma se parece al que espejos
fijados a muros opuestos, y que se reflejan el uno al otro sin ser
rigurosamente paralelos, ofrecen de una habitación y de los objetos situados en
el interior. Una multitud de imágenes se forman simultáneamente, pero ninguna
es exactamente igual a las otras. Por tanto, cualquiera de ellas aporta sólo un
conocimiento parcial de la decoración y del mobiliario; pero cuyo conjunto se
caracteriza por propiedades invariables que expresan una verdad. El pensamiento
salvaje ahonda su conocimiento con ayuda de imagines
mundi. Construye edificios mentales que le facilitan la inteligencia del
mundo, por cuanto se le parecen. En este sentido, se le ha podido definir como
pensamiento analógico. Aunque Lévi-Strauss hubiera dado una explicación
racional y lógica de aquel pensamiento salvaje, aún estaba lejos de
comprenderlo totalmente. No se puede decir que por haber dado una estructura
racional a cualquier producto de lo no racional inmediatamente queda convertido
en algo perfectamente comprensible desde lo racional.
El lenguaje del arte en general es un lenguaje
con muchos gestos extraños a la razón; es un producto de la mente humana en
toda su extensión. Puede producir emociones y sentimientos de los cuales, quien
los siente, no sabe qué decir. Es, por así decirlo, un pensamiento analógico,
producto de una emotividad y de la imaginación que logran su máxima libertad
cuando se han distanciado de la realidad
objetiva; en una relación directamente proporcional.
A pesar de lo apocalíptico que pueda
parecer la historia de la racionalidad, han existido grandes movimientos que se
han dado cuenta del peligro inminente que significa encerrar al hombre en una
única dimensión, confinándolo autoritariamente a ser única y exclusivamente un
ser racional y concreto inmerso en un mundo funcional en el que lo realmente
importante es la productividad a costa de cualquier precio, sea el que sea,
afectivo, espiritual, ecológico, sanitario, etc.
Pero siempre será una guerra perdida, es
decir, ganada. Mientras el hombre siga
siendo hombre, no habrá manera de encasillarlo en una estructura organizada con
el fin de dominarlo; ni por un hombre con complejo de lobo…
Existe un carácter indómito de la
naturaleza humana. Al hombre le gusta ser libre. Se puede ver esto en todas las
latitudes y con todas las magnitudes. Magnitudes que no pueden ser comprendidas
desde la racionalidad, sino únicamente descritas. La Mente (y aquí puede decirse
alma, espíritu, etc.) se rebela contra la exclusión y el desconocimiento de
todo aquello que no ha sido considerado racional y por tanto, perteneciente a
la cordura, la del cogito. La estandarización del
pensamiento en dirección a lo funcional, económicamente productivo, desde la
racionalidad a ultranza, es decir, la negación del ocio, de la imaginación, del
descanso; la estandarización económica de la personalidad (a veces confundida
con lo que se llama conducta), de la mentalidad, de los gustos, de las
necesidades (creadas por una publicidad de la productividad y el progreso) son medios de dominación que llamaré
colonialista; aunque las colonias ya no sean entidades territoriales, o
geográficas, sino productoras, baratas (voluntarias = gratuitas), engañadas y
voluntariamente autocolonizadas; engañadas como los niños de pinochio por la publicidad y la desinformación. Me
parece irrelevante decir de donde viene esa dominación, porque no es sino mirar
cuál es el modelo que se está buscando estandarizar para inferir sin mayores
dificultades que el asesino misterioso es “Jack, el forastero”. El día que,
como en la película de Pink Floyd, El muro, se logre la estandarización máxima,
un montón de salchichas iguales, -una sola marcha de martillos, un solo compás-
el hombre dejará de ser hombre, dejará de ser libre y Aldous Huxley se
convertirá en un gran profeta aún a pesar suyo (de él).
Los ejemplos de la bravura del alma en
su lucha por la libertad que aún tiene y no quiere perder son muy variados. Dentro
de la psicología, Abraham Maslow amplió la mirada hacia la naturaleza humana
para no ver solamente lo patológico ni lo estrictamente conductual. Su aporte
es análogo al aporte de Pascal en las matemáticas, que, con sus probabilidades,
desvirtuó la obsesión de exactitud de las mismas; Maslow desvirtuó la obsesión
por lo patológico. El movimiento antipsiquiátrico que devolvió la dignidad al
loco por la sencilla razón de que el loco, ni por ser loco, no deja de ser una
persona. Dentro del arte, el surrealismo fue una rebeldía contra aquellos
esquemas canónicos y, además, una opción política en la que se expresaba la
inconformidad con los regímenes totalitarios. La música, a veces como rebeldía
y otras como escape; como rebeldía, el rock psicodélico y el progresivo que a
la vez que evocaban realidades míticas perdidas, levantaban sus estandartes en
contra de la guerra y la segregación racial o sexual; como escape, en la manera
como cohesionó a las comunidades negras de toda América logrando mantener una África
espiritual en cada ritmo y en cada nota, en un Guaguancó, un Son, una Danza del
Palenque, un Blues, un Soul. El hippismo como rebeldía y búsqueda de la
espiritualidad perdida; nace, primero, de una inconformidad por la doble moral
que se manejaba en la sociedad estadounidense (pueblo democrático que segrega
de forma asquerosamente cruel a sus propios ciudadanos), luego, por el hartazgo
de la guerra, y en la búsqueda de una sociedad con valores distintos (por lo
menos sincera, sin doble moral). El hippismo, por otro lado, hizo una búsqueda
espiritual que lo llevó a acercarse al budismo, al taoismo y a las culturas
amerindias dando origen al pensamiento ecológico del siglo XX.
El arte tiene el poder. El arte
verdadero, aquel del que James Hillman habla como la creación, lo imaginal, es
el que realmente tiene el poder. El poder para mantener vivo al hombre. Para
que el hombre siga siendo hombre.
Se ha cometido el error de confundir al
arte con el mercado del arte. El arte no es exclusivo de los que de él viven;
no es de nadie pero es para todos. No se trata de que haya figuras o no, de que
evoque o no, se trata de que cree, de que cree y recree; de que produzca, que
produzca emociones, sentimientos, pensamientos, etc. Ese es el verdadero arte.
El que tiene la función de rito, de expresión, de grito. Tiene el poder de
mantener vivas las dimensiones humanas, incluida la racional. Es alimento para
el espíritu. Pero no es el único que tiene el poder porque lo que conocemos
como arte no es lo único que es arte. Es decir, el arte que convencionalmente
ha sido llamado arte no es el único que tiene el poder, porque no es lo único
que es arte. En medio de la ciencia ha habido grandes artistas. Los grandes
inventores son artistas: crean, recrean, producen. Cuando se habla de Leonardo
Da Vinci se habla del artista; pero al hacerlo es inevitable hablar del
inventor. El arte no se enseña, se cultiva. Y se cultiva porque puede morir.
¿Cómo puede morir? Cuando el hombre se olvide de crear, en toda la extensión de
la palabra, se habrá olvidado del arte, del arti-ficio, de lo que no era y que
ahora sí es, del milagro mostrado por Fernandez Cristlieb.
Por eso es tan importante equilibrar las cosas; ni tanto que queme al santo ni
tan poquito que no lo alumbre. La racionalidad no es mala, no es peligrosa y no
es enemiga de la imaginación. Todo ha sido una exageración, no mía -tal vez sí, pero no en ese punto; se
ha creído que lo que no es racional no debe pertenecer al hombre, sino al
animal. Se ha excluido lo no racional y no se le ha permitido ser comprendido
ni manifestarse desde esa comprensión, se ha reprimido.
Permitirle a lo no racional manifestarse
por medio de la creación es mucho más sano que negarlo. El ser humano no es
únicamente un animal racional, sino que también es emotivo, imaginativo, mágico,
religioso… Luego de muchos años bajo el influjo de algún buen sortilegio,
comienza a despertar el pensamiento ecléctico y amplio; va desapareciendo el
radicalismo religioso que caracterizaba a los defensores de la racionalidad como
única gran característica del hombre, como única dimensión cognoscible y
moralmente aceptable. Comienza a reconocerse la profunda espiritualidad del ser
humano y sus capacidades que, aunque para nosotros son impracticables, muchos
pueblos ya conocen desde tiempos inmemoriales.
Adagio
Nosotros mismos hemos sido brujas, alienados, leprosos,
idiotas y dementes. Hemos sido y no estamos a salvo de no volver a serlo… Seremos
perseguidores o perseguidos, verdugos o víctimas. Como sea, no estamos a salvo,
nunca, de ser segregados, alejados, silenciados, o desaparecidos. No
necesitamos ir siquiera a la historia de la humanidad. La experiencia del
peligro que, para unos, representa el loco (por más cuerdo que esté), y para
otros, el peligro que representa, también, ser el loco está muy cerca de
nosotros. Yo mismo me cuido de ser llamado correctamente loco para no ir a confundir
a ningún asesino de almas, de esos que con tanto ahínco utilizan sus armas para
matar las ideas y las creaciones, los milagros. Yo mismo he estado en el borde
del nombre, en el borde de “loco”, y he sido llamado de otras maneras, he sido
rotulado en lo más peligroso de la sociedad… Si eres llamado “ciudadano de bien”,
morirías si los enemigos del gobernador se cambian el nombre y se hacen llamar “ciudadano
de bien”.
Hace algún tiempo comprobé que, de boca en boca, se llega
a ser satánico con la simple práctica de la pronunciación de ciertas palabras:
Satán, Mefistófeles, Demonio. Descubrí que para ser un peligroso guerrillero, o
para ser revolucionario de cafetín (cualquiera de los dos oficios), la palabra
mágica es Marx. Para ser malo es menester menos ejercicio que para ser bueno. Muchos
hemos sido requisados periódicamente por la policía cuando éramos adolescentes.
Seguramente por el único delito (debería decir pecado) de usar mochila indígena
y tocar guitarra en la calle (y eso que en esa época ni se pensaba en estatutos
antiterroristas). Tengo varios amigos muertos. Algunos, deberían estar vivos
aún… Pero ya están muertos y no van a revivir. Por ellos, me parece innecesario
–y no sería muy cortés- hablar de lo mismo con las típicas historias de brujas
inocentes, locos muy cuerdos, comunistas de Mckarthy, Judíos, negros,
extranjeros, etc. Están aquí y quieren hablar. ¡Adelante, pasad, pasad, el
teclado y yo estamos dispuestos a ser vuestros intérpretes y herramientas!
Cuando oímos hablar de la normalidad (…todo
volvió a la normalidad, por ejemplo), no se habla de lo mismo que cuando
decimos lo normal. Cuando hablamos de lo normal, hablamos de algo terrenal, algo
humano, casi bajo, más bien mediocre; pero cuando hablamos de la normalidad
parecemos llegar al punto más alto de las sociedades humanas, creemos hablar de
dios, y tal vez lo hacemos… Lo normal es lo que nos parece normal, igual a lo
otro, regular, común, ordinario. Cuando la estadística habla de la media, habla
de lo normal. Cuando un líder político o religioso habla de la normalidad,
presenta un derrotero ideal tan extenso como improbable; casi imposible de lograr.
La normalidad no está dentro de lo normal.
Lo extraordinario es anormal, lo que no está dentro de lo normal. Pero como la normalidad
no es lo mismo que lo normal, aparece una particular equivocación y nos vemos
forzados a incluir entre lo extraordinario a casi todo aquello que hasta ahora
ha sido considerado normal, pero que no puede pertenecer a la normalidad porque no llega hasta tan
alto sitio, porque no alcanza a ser aquello que más que normal, merced a tal
equivocación, se ha vuelto extraordinario y hasta impensable: el parto natural,
la duración del matrimonio, la alegría, la salud en general. Esto pasa cuando una sociedad tiene ideales
muy elevados y los cree muy cercanos y hasta fáciles, cuando cree llegar a
ellos por el camino de la apariencia y el autoengaño. Transforma estas dos polaridades
en una sola cara de la realidad y la llama la
normalidad.
Cuántas veces hemos sido descubiertos y llamados
anormales. Tantas veces he sido llamado loco, tantas otras, tonto… ¿Cómo
compaginar estos y otros rótulos más en la misma persona? No lo hacemos, cada
quien escoge uno de todos y se queda con él. Si juntáramos en una misma persona
todos los nombres de lo anormal que ha recibido a lo largo de su vida,
comenzaríamos a descreer de nuestros propios prejuicios, que son, en
definitiva, aquellos que nos dan las categorías y los rótulos con los que
enmarcamos. Nos parecen tan reales, tan infalibles, que nos olvidamos de lo
frágiles que son y de lo movedizo que es el piso donde están apoyados. Pero no
sólo los propios sino que los prejuicios ajenos también sufrirían esta
metamorfosis, algunos, tal vez mucho más rápido. Entonces, dónde está la
anormalidad. ¿Cómo puede ser una persona tantas formas de anormalidad a la vez
y además, tantas otras de normalidad? Esta inconsistencia sucede en toda
nuestra cultura occidental; podemos decir, entonces, que no hay ningún consenso
para estos conceptos, y que son tan abstractos como inaprensibles.
En este momento recuerdo la pregunta más reincidente a lo
largo de un curso de psicopatología. “Profe, ¿pueden ser peligrosos?” La mayoría
de las veces, la respuesta fue negativa. La insistencia en esta pregunta me
llenaba de curiosidad. Podía ver en las caras ávidas de respuestas un asomo de
angustia, y luego, un suave y disimulado alivio cuando la respuesta era negativa.
Tememos ante algo, le tememos a ese desconocido que no existe. Es como una
especie de temor de Dios que practicamos con buena devoción cuando nos
enfrentamos ante la locura “en persona”. El problema es que creemos que las
tipologías, las taxonomías y las categorías propias de ellas, son
inexpugnablemente reales, objetivas. Nos las presentan como algo fatalmente
existente; ineludibles y totalmente equiparables a las de los manuales. Como si
los manuales fueran la gente con la patología. Como si no fueran una mera guía
para un diagnóstico…
El miedo ante la peligrosidad, ante la amenaza que se manifiesta
donde habita la ignorancia de lo que puede ser, del futuro, y donde es
amenazado el control del mundo que tanto nos gusta ejercer para suponernos
seguros; este miedo nos hace tomar decisiones desesperadas y atroces.
En Colombia, se practica, desde hace muchos años, la
doctrina de la exclusión. Esta doctrina consiste en excluirse de los malos,
alejarse de los peligros. Uniformarse para que se puedan ver fácilmente los
malos, los enemigos, los malditos, los herejes, los godos, los liberales, los
rojos. No juntarse con esa “chusma”, y esperar a que desaparezcan. Pero esta
doctrina es practicada por “obligación”, porque el miedo obliga y nadie quiere
perder la vida. Por selección natural.
No culpo a nadie por salvar su vida. Me indigna, más que cualquier cosa, la
falta de claridad ante esas categorías. ¿Me creería usted, si le digo que
dentro de esos “malos” que mueren,
que son encerrados, desaparecidos, hay muchos que fueron convertidos en “malos” a la fuerza? Me creería si le
digo que hasta usted puede ser “malo”,
junto con todos sus amigos, por un derrame venenoso de rumores… La ausencia de
culpables, y el exceso de culpa hacen del más parecido a otros, a los otros, un
perfecto chivo expiatorio. Estos rumores se derraman con la misma facilidad con
que se derraman otras mentiras: “Medellín es una ciudad más segura que el año
pasado”. Con estas mentiras, pareciera que lo que se buscara fuera mantener
aterrorizados a unos y calmados a otros, o todo a los mismos.
R. P. Mcmurphy
tenía razón: “Soy una maldita maravilla de la ciencia moderna”. Pues sí. Es el
ejemplo de lo que puede hacer el poder cuando se siente amenazado. La sociedad
norteamericana de su época, una sociedad moralista al extremo de la falsedad y
de la doble moral, no podía soportar la pérdida de control que representaban
los grupos juveniles, las comunidades negras, las académicas y los movimientos
políticos. Todos sufrieron una guerra fría o una cacería de brujas,
inusitadamente fanática, para un país que dice ser la tierra de la libertad y de las oportunidades. La sociedad norteamericana, tan obsesionada por el
control y la eficacia, y aunque bajo el título de sociedad democrática, busca evitar a toda costa cualquier trastorno
del control y de la eficacia. Pero de qué manera. Cada vez que aparece un
movimiento que los amenaza, se crea el rumor de que se está atentando contra la
democracia y por lo tanto contra los ciudadanos de bien. Se hace una sugestión
de identidad y la sociedad sola hace justicia por sus manos, igual que siempre.
Es tradición, desde el KKK hasta la CIA.
¡Lástima que en Colombia a los gobernantes les parezca
tan civilizado este modelo! El código de policía de Bogotá es un reflejo del
lema “to serve and protect”. Para servirle al que manda y proteger la “democracia”. No se puede ni fumar. En
Medellín, las cosas son menos visibles, no hay tantos códigos impresos en
papel, sino en la memoria; hay actos muy dolorosos, pero prácticamente
invisibles, invisibilizados por la desinformación y la fiesta.
En la película “Atrapado sin salida” se puede ver la
manera en que, a toda costa, y bajo cualquier método (incluso científico), se
busca evitar la pérdida del control y de la autoridad; principales pilares de
una sociedad basada en una moral tan rígida que se hace imposible de alcanzar
por completo.
Ahora, cuando ya está implantado el miedo a perder el
poder, el control, ineludiblemente aparece la creación -por medio de estigmas,
de adjetivos- de su contraparte: el miedo a los poderosos. Precipitado de la
mezcla de rabia, impotencia y tristeza. Como no puedo dar prueba objetiva de
estos sentimientos revueltos puesto que son subjetivos y se conocen a partir de
la experiencia, desearía recomendar al lector la lectura del periódico De la
Urbe, año 6 No. 24, Medellín julio de 2004 de la facultad de comunicaciones de
la Universidad de Antioquia (Colombia); además, para comprender lo que quiero
mostrar aquí, recomiendo ver la película “Atrapado sin salida”. El poder de los
adjetivos es más fuerte en la medida en que van dejando de serlo para
convertirse en sustantivos. Cuando se marca con una característica, preferiblemente
abstracta, no objetivable y sin referente concreto, por primera vez, nada más
es eso: una característica. Debido al uso continuo del adjetivo, éste se va
transformando en nombre y, a su vez en celda, en encierro sin salida.
Terrorista. Terrorista ya no es sólo aquel que “ejerce” el terrorismo, o que
hace uso del terror; sino también, aquel que ha sido llamado así durante algún
tiempo y, además, todo el que se le parezca; sin omitir que quien usa el
adjetivo que quiere convertir en sustantivo debe ir mostrando por televisión las “pruebas”
para “lograr” credibilidad. ¿Tienen
credibilidad los actores de Hollywood hablando de TDAH…!
Así como durante una época en el país de Mcmurphy el
nombre esquizofrénico era efectivo para controlar y conservar la autoridad y el
poder del médico dotado de armas muy poderosas como la credibilidad y el
haloperidol; aquí en Colombia es más efectivo el nombre de terrorista e
incluso, todavía, el de comunista. Al igual que Mcmurphy, vivimos en una
sociedad llena de códigos y reglas desconocidas e innombrables. Pero obedecidas
bajo el influjo de quién sabe qué conjuro maléfico que pesa en occidente desde
tiempos remotos.
La constitución nacional de Colombia habla del derecho a
la vida (por encima de cualquier otro derecho) como un derecho fundamental. En
el periódico ya mencionado se cuenta la historia de una mujer que es detenida
por el delito de atender partos de las mujeres de la guerrilla. Ella dice: “si
a media noche hay un parto, vienen a buscarme, y yo sé trabajar, les hago el
favor, y no sé si es mujer de guerrillero o de quién sea”. Yo digo, y si es
mujer de guerrillero no debería tener nada que ver con eso el derecho a la vida
de ese muchachito. ¿Acaso él ha cometido algún delito? ¿Acaso no han sido
vueltos a la libertad, algunos de los sindicados por delitos cometidos por sus
hermanos? Y si no han sido vueltos a la libertad, ¿No debería ser así? ¿Kafka
era un funcionario escritor, o un profeta que en visiones vio a Colombia y
escribió El proceso?
Vivimos en una sociedad moralista, predispuesta,
prejuiciosa. La ligereza en el juicio arraigada en la cultura hispana, mezclada
con la autoridad de un cargo, la fuerza de un fusil, la contundencia de un
martillo judicial y el poder del hallazgo de un chivo expiatorio (que no es una
persona sino su nombre, su nominación) son una mezcla mucho más peligrosa que
la gasolina y el licor. Tienen resultados tan cruentos como los de la primera
guerra mundial, tan horrorosos como los de la segunda, pero, cuando se habla de
tiempo no hay comparación: vivimos un Reich mucho más selectivo, horriblemente
crónico, pero tristemente disfrazado de seguridad, de democracia, de libertad.
Por su parte, las tipologías y clasificaciones de los
manuales diagnósticos son basadas en la observación clínica, que al ser agrupadas
dentro de un nombre, han sido llamadas de cierta forma. Todo este producto de
la observación de eso observable desde afuera, objetivamente, no debe ser
tenido en cuenta más que como una guía. Una correlación de lo observable con lo
consignado en el manual es muestra de que estas clasificaciones no son mero capricho.
Hay que tener en cuenta que no sólo existe lo observable consignado en el
manual, y que esto que allí se consignó, obedece a una generalidad que puede
llamarse normal o típica.
Esto es lo que he
tratado de decir desde el comienzo: lo normal no es bueno, pero tampoco es
malo. Es normal. Aquí está la diferencia. La posición autoritaria toma a lo
normal como lo ideal, para llamarlo la
normalidad. Una posición libre de pleitesías es la del reconocimiento de
las cosas como son.
Ejercer la
psicología implica muchos riesgos. No tanto peligros. Estos riesgos son muy
tentadores, la autoridad que se representa, el poder de decir qué es lo sano o
lo insano, lo normal o lo anormal. Quiero advertir sobre esto. El psicólogo no
debe tener necesidad de tal autoridad. El objetivo no es clasificar sino ayudar,
curar y prevenir: el objetivo es la salud, el bienestar. No niego lo tentador
que es sentirse con autoridad, con poder casi divino, de escoger, de juzgar
entre el bien y el mal. Pero no es inevitable. No es imposible evitar la
tentación de utilizar el manual diagnóstico como un arma, como un instrumento
de autoridad. Se trata de utilizarlo como una guía para reconocer al paciente, no como otro caso, sino como
un ser humano que vive, y que pone sus esperanzas en el psicólogo, pero estas
esperanzas se transforman en sumisión cuando el psicólogo cree estar más alto
que el otro. Es verdad que tiene un conocimiento general, teórico y práctico
(que, muy posiblemente, no tiene el paciente),
tiene una historia personal; pero cuando se olvida de lo imprescindible que es
el conocimiento y la historia del otro, no ve mejor solución que confiar
ciegamente en el manual y en sus teorías (o peor aún, en los resultados de las
pruebas psicotécnicas, pretendiendo que le digan qué hacer con el paciente),
terminando por encajar al paciente en alguno de los tantos trastornos mentales.
Entonces el otro no llegó a ser más que lo observable (lo que el psicólogo
quiso observable) y se apareció como la muestra del manual, como un caso controlable,
manipulable. La tentación de la autoridad ganó ante la ética, y el psicólogo se
convirtió en un instrumento de poder, en un policía: en un agente del
terrorismo paranoico.
Andante
“Pobre desventurado –pensé- ¡Tienes nervios,
pero también tienes corazón como los demás seres humanos! ¿Por qué te obstinas
en ocultarlo? ¡Tu orgullo no puede engañar a Dios! ¡Intentas desafiarle, hasta
que El te arranque un grito de humillación!
Nelly Dean (Cumbres Borrascosas
Capítulo XVI). Emily Brontë
Uno de los ideales contemporáneos más perseguidos por
nuestro querido occidente, tal vez sea la seguridad. Se respiran ansias de
seguridad en casi cualquier discurso, especialmente en los institucionales, que
a la vez que pregonan seguridad, infunden miedo y desolación, acompañados de
ira de mano firme y pasiones grandes.
Se habla de seguridad democrática, se habla de red de
informantes, de coalición, de gran coalición. Todo parece, en definitiva,
miedo, miedo a la pérdida de control. Junto a estas estrategias desesperadas
están los discursos de lo que ahora se llama neoliberalismo. El tirano, el
verdadero tirano es este discurso de la individualidad, de la seguridad y la vida privada; la libertad a cambio de una “libertad”. ¡Vended pues vuestra subjetividad, vuestro derecho de
elegir la vida y vuestro destino al precio que sea, al tonto precio de algo que
ya teníais; perdedlo pues todo a cambio de vuestra vida privada y vuestro supuesto bienestar,
cambiadlo todo, pues, y quedaos con vuestra medrosa seguridad democrática! ¡Veréis cundir la tristeza como peste,
veréis la necesidad de las drogas, veréis la rabia oculta en las lágrimas de
tristeza de vuestros hijos cuando por fin descubran la causa de ella, veréis
los museos y los parques desolados, y no volveréis a oír, nunca más, la voz
cantante de los transeúntes! Ya que la libertad se convirtió en seguridad, y la
seguridad en cárcel, la libertad se convirtió en la falta de libertad a cambio
de la tranquilidad. Somos libres de permanecer dentro de la cárcel, para poder
ejercer nuestros derechos. Tenemos derecho a una vivienda digna, es decir,
derecho a conseguirla a costa de lo que sea o de quien sea.
El riesgo no es el peligro. He aquí el error. Se cree que
correr riesgo, que salirse del camino, es correr peligro, además de todo,
peligro inminente, fatal. Una simple lluvia es, ahora, sinónimo de resfriado. ¡Tenéis
miedo hasta de la naturaleza! ¿Todo por qué? Porque habéis olvidado que sois
parte de ella. Mientras creíamos que nuestra misión era dominarla porque no le
pertenecíamos, nuestro propio actuar nos mostraba las consecuencias de nuestra
terquedad.
Un batir de alas de mariposa puede producir maremotos en
Pekín… Las cosas que nos pasan no son lo único que nos podía pasar, sino la
posibilidad que pasó entre tantas otras que no pasaron. Cambiar de casa, de
ciudad, de estilo de vida, es un riesgo. Todo cambio implica riesgo, pero el
peligro lo producimos nosotros mismos; se produce con todos los actores
implicados en el riesgo, y además, se produce si ha de ser producido. Si todo
fuera tan peligroso como se cree, más valdría la muerte que esta sucesión de
peligros en procesión organizados cronológicamente por aquel discurso que
amedrentando es como domina.
Si no estudias puedes llegar a ser el más pobre de todos.
Puedes. Esa es la palabra correcta. Pero parece que se causaliza y determina
directamente la segunda proposición convirtiéndola en una maldición: “si no
estudias, vas a ser el más pobre de
todos”. El determinismo diacrónico que penetra en el sentido común es una
herramienta de dominación por ignorancia. Ignorancia de sí mismo. Ignórate a ti
mismo para que no seas responsable de tu vida, de tu desgracia, nosotros
respondemos: “Como la sociedad no te podía dar estudio, y por eso fuiste el más
pobre de todos, la culpa no es tuya, sigue trabajando como una mula en la
máquina, y agradece que tienes trabajo.” “¡Ya lo ves, ya lo ves, ya lo ves: controlamos
tú seguridad!” Esta es la propaganda de las instituciones que a cambio de la
libertad subjetiva, quieren garantizar
una libertad otorgada por el control de las libertades subjetivas más básicas
como la elección de la diferencia y el derecho a pensar libremente; convirtiéndose,
por el mismo camino, en garantes de
una seguridad otorgada por la homogeneidad; por la uniformidad. Todo esto es
tal vez una tergiversación, tal vez una consecuencia, de los ideales
ilustrados: libertad, igualdad y fraternidad. Uniformidad y homogeneidad son
ahora sinónimas de igualdad, peor aún, de igualdad y de justicia. Como se ve,
la fraternidad queda al libre albedrío de
nosotros. Usémosla para quitarnos la venda unos a otros y cambiar la
inclinación de las letras tambaleantes de este y tantos otros escritos.
Con todo, el mundo no os deja de parecer naturalmente fatal. Todo estaba
prescrito y no hay nada que hacer excepto seguir dando bañitos de agua tibia
(unos), y sufriendo la escasez de propaganda de estos bañitos (otros), y,
ambos, seguir perteneciendo a la lógica de la sumisión implícita y silenciosa
del discurso individualista contemporáneo.
Se trata de elegir si perder la libertad de pensar (de
opinar, de opinar en contra) a cambio de creer estúpidamente que por el simple
hecho (que más bien es un delito) de hacer parte silente, callante y otorgante,
de un sistema que, a fuerza de pasar por encima de los demás, ha logrado
consolidar su poderío aún en personas que no han sido muy bien tratadas por el
mismo, y de las cuales he oído decir que es el mejor sistema para conseguir
riqueza; creyendo que esa permisión los dirige al bienestar; no sabiendo
siquiera qué entienden por bienestar… Esa es la farsa que os advierto, esa es
la falacia en la que estamos cayendo. Creer que es un buen sistema nos mantiene
en donde estamos. Además, en siendo un buen sistema, ¿cómo se explica que para
ganar, tengamos que perder tanto? Es casi como si se tratara de ganar la vida
eterna siendo “bienaventurados” solo después de una vida completa de
sacrificio. “Bienaventurados los
pobres de espíritu, porque de ellos
será el reino de la tierra”. El reino de la tierra desolada por la pobreza y la
guerra… ¡Y como no iba a haber guerra y miseria, si ser pobre de espíritu y
hacer el sacrificio al dictador, de perder la identidad con el congénere, y ser
individual, y tener un callo que a fuerza de fuerza, se endurece frente al
dolor ajeno; y ser capaz de hacerlo todo únicamente por mí y por mi
individualidad, y cuidar de mi vida
privada y no preocuparme por el malestar de los demás, para ser capaz de
pasar por encima de ellos y encerrarme en un castillo de marfil y piedras
preciosas para hacerme la ilusión de no haber hecho daño a nadie y sentirme en
el reino de los “cielos” cuando con mi sacrificio perdí la llave para volver al
reino de la tierra y perder ambos reinos, éste (el de la tierra) por idiota, y
el otro (una ilusión de bienestar, el de los “cielos”) cuando otro más
“sacrificado” pase por encima de mí!
Andante con moto. (Coral)
¿Dónde queda entonces el lugar civil en todo este
movimiento de amores y desamores, lugares ocupados y desocupados? Aquí está, en
medio de todo esto, el señor K de El proceso, la población civil espectadora,
observante y registrante, callante y otorgante, vencida, desilusionada, viva
pero muerta. Dispuesta a esperar a que todo pase, a que cambien las cosas,
muda, trémula de pavor ante el peligro de ser vista, confundida, involucrada en
la lógica de los enemigos, y conectada milagrosamente a la guerra por la
amplitud del discurso del enemigo y la laxitud de sus límites y normas.
La confluencia es en este momento, junto con la paranoia,
una adaptación. ¿Usted es liberal o conservador? (era la pregunta hace tiempo)
–Yo soy de los suyos (tal vez la única respuesta acertada). Ya no hay
preguntas, se asume la pregunta y se adivina la respuesta. Las causas y los
efectos han permeado tanto en las personas, que se cree por fe del carbonero en
las más repetidas, las más acostumbradas, se repiten como ritual aunque se
agotasen per se. Suena un tubo de
escape de un carro y se dice, según la hora y el lugar, de qué arma salió el
tiro, qué calibre era y quien disparó. La culpa de la muerte se la lleva el
muerto; matar no es cuestión de culpa, morir sí. Muere alguien que caminaba
rumbo a su casa a cierta hora de la noche, a manos de cualquier desconocido, y
la laxitud y la impunidad hacen que el culpable sea, en boca de la gente, aquel
caminante: “¡Y qué hacía caminando por
ahí a esa hora!”
Mientras tanto, todos los que exclamaron la frase ritual
expiatoria, siguen observando y muriendo, muriendo y exclamando, culpándose por
morir, por ser matados. ¡Al fin y al cabo ya estaban muertos…!
La objetividad científica es un buen muro para defenderse
de las balas, es un muro hecho de huecos, un muro liviano, un muro que no
existe. No hay manera de no tomar posición, la neutralidad es una mentira, es un disfraz de cordero que convierte
en cordero a aquel que lo luce. La objetividad, por su parte, solo existe en
parte. En realidad es la muerte de las pasiones y de las mociones pulsionales.
Es el silencio de los sentimientos, el asesinato de las ideologías, la actitud
cobarde apoyada en la erudición. El propio pensamiento comprometido con lo que
se dice es la cuchilla que degüella al cordero y permite la purificación, el
nacimiento del compromiso con la libertad de pensar. Libertad de pensar a la
que se llega corriendo muchos riesgos; riesgos que a veces, o casi siempre,
involucran a la muerte.
Luego, antes, y además también a la vez, el miedo a la inseguridad que implica el
riesgo de la libertad… No comer entonces del fruto de la vida y seguir bajo el yugo
de estas normas que hacen del funcionamiento de una sociedad, un milagro que se
autorreproduce, un eterno retorno que se autoalimenta de miedo que es también
su excremento; una máquina gigante coprófaga que funciona milagrosamente, una
fuente sin fin de su propia vida que, a medida que mueren sus partes, produce
sus reemplazos que siempre encajan casi perfectamente, aunque sin lubricante
que evite las altas fricciones, y los que no encajan, o no quieren encajar,
desaparecen de ella por acción de una máquina paranoica que forma parte de esta
máquina gigante, y que repele a estas piezas defectuosas, pero a la vez, las
piezas buscan encajar, y existen para ser acabadas y repelidas por esta,
mientras que las otras piezas continúan haciendo su parte y ocupando la única
posición en la que han sido clasificadas por otro mecanismo que asigna los
valores de cero en adelante, así unos son dioses, otros tuerca, otros ciencia,
otros clasificación (ciencia aplicada), otros combustible, otros… En fin, todos
hacen parte del milagro de auto génesis contínua que parece partir de una
molesta tautología igual a la del huevo y la gallina. El humano hizo que así
fuera, y ahora, parece que aquello que así es, hace que el humano sea y esté
donde está. Mejor, el milagro de autogénesis tuvo su origen en el hombre.
Ahora, esta autogénesis de la sociedad, de forma milagrosa –falsamente milagrosa-
se auto crea sin detenerse y nos permitimos la pereza y el miedo de no querer
acabar con esa falsa conciencia de causa “objetiva” tal vez por desprecio de
nuestra propia capacidad de crear diosecillos, diablillos, y todo cuanto podemos
creer que nos domina: tiempos, destinos, etc.
De este milagro, queda la asunción de la única posición
en la procesión de lugares de la máquina y el miedo a desmilagrarlo. Queda
también la rebeldía de otros milagros que no encajan con éste colectivo y
básicamente occidental, cada vez más estereotipado. Queda la locura que no
encaja siempre, y que ocupa los lugares asignados y otros más que le lleguen a
la gana. Quedan como mínimo dos posibilidades: asumir lo que comúnmente ha sido
llamado destino y las respectivas lágrimas de duelo por el cambio de libertad
por control, o decidir que no hay una única posición que se pueda ocupar alrededor
de cualquier máquina milagrosa y acceder a una amplia gama de posibilidades,
conociendo sus ventajas, desventajas, cambios, pérdidas y ganancias. No perder
del todo la autonomía de decidir, y recuperar el contrato de venta del alma
para rompérselo en la cara a ese demonio sórdido que promete la virtual alegría
de ser un esclavo del miedo a la propia naturaleza, a la vida misma; todo a
cambio de la plena verdad de la vida y de la alegría de crear, de ser juego y
arte, de dar vida: de ser verdaderamente humano.
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